Ese día ocurrió de todo en mi vida.
Un perro orinándome el pantalón no habría hecho ni peor, ni mejor el día, lo habría mantenido en el mismo tenor. Un día de mierda en que la furia a uno se le guarda quemando un poco de su alma.
Había salido temprano de casa para un desayuno en el que, yo pensé, la información que me brindarían sería mi mejor platillo.
Cero. Nada. Equis la información.
Quizá lo bueno fue un par de conectes y el repartir tarjetas de presentación.
Cuando estaba apenas metiendo mi tenedor en la fruta me di cuenta que mi celular —el que aparece en las chorrocientas tarjetas de presentación que aún no termino en repartir— no estaba en mi bolsillo.
Me puse pálido. Me preguntaron por lo que me pasaba.
Y marcamos.
Contestó un hombre. Dijo que pasara por él en unos minutos. Se decía abogado y que tenía su despacho no muy lejos del Centro Histórico, donde estaba yo en la tertulia.
Corrí al despacho. Chin, es abogado —pensé—, qué me pedirá a cambio.
¿Las nalgas? Ni madres. ¿Un varo? Quizá…
Pues la neta pensé mal. Todo me había pasado en esas fechas, todo. Y todo de la chingada, así me sentía pues.
Llegué apurado, como con apariencia de mucha prisa pues. Hablé con la secre del mentado abogado, bendito en ese momento, bendito, pero con mis reservas.
Me presenté como el estúpido que había perdido su celular.
“Un minuto”, respondió la secre. Su patrón no tardó en llegar:
Chaparrito, morenito, bonachón, chistoso. Las nalgas ni madres —pensé otra vez—.
Y va el Inmundo a poner su cara de estúpido. “Pues fíjese que el celular que encontró es mío, mire que soy reportero, es vital para mí, mi número, mis fuentes”, dije cuanta pendejada se me ocurrió.
El señor quedó no sé si agradado, no sé si asombrado, pero me contó la anécdota. Algo retecasual pues… como mi error, meter mal el celular en el bolsillo derecho y por los audífonos no escuchar el chingadazo.
“Hoy se me descompuso el coche. Tuve que ir a dejar a mi hija en camión al kinder. Cuando sonó el celular ella lo tenía en las manos, pensé que era uno de sus juguetes, pero noté que el aparato era muy real, ja. Y pues le contesté”, relató en un segundo el abogado.
Mientras relataba yo veía mi celular en su mano. ¿Qué me va a pedir este cabrón a cambio de mi celular?, pensé.
Agradecí apenado y mientras sonreía con misma cara de estúpido noté que le estiraba la mano y me devolvía el aparatejo.
¡Jesús! No pidió nada a cambio, pero entonces me quedó una deuda de honor.
“Le debo una, no sabe cuánto agradezco”, terminé diciendo.
Me despedí de la secre y corrí a encontrarme con más mierda en ese día de furia.
Así fue esa jornada en la que el único detalle de decencia fue de un desconocido.
viernes, febrero 09, 2007
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4 comentarios:
Yo una vez también devolví un cel, así nomás, sin pedir nada. Pero a mí ni las gracias me dieron, casi me lo arrebataron, cual si me lo hubiera robado. En ese momento me dieron ganas de regresar en el tiempo y haberlo echado por el retrete más fétido. Pero así pasa cuando abusan de la nobleza y decencia.
Pues yo no he perdido el cel, salvo cuando un streeper se lo quedó como empeño.
Pero sí, aún quedamos gente decente en el mundo.
No todos son como las boleteras del metro, algunos nos salvamos.
Tampoco tolero a los que venden los boletos en el metro. Les saludas y nunca te contestan.
Que bueno que recuperaste tu celular.
Mi actual celular lo encontró mi hermano en un estacionamiento, tirado. Rompió el chip, y me lo dio. Lo uso con cierto cargo de conciencia...
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